Opinión y análisis

El cantor más hermoso del mundo

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Por Santiago Cortés|

El último 24 de junio se descubrió en nuestra ciudad otro monumento a Gardel, obra del escultor Amado Chiain, ya fallecido, y donada muy gentilmente por su hija. Y escribo “otro” pues este monumento se suma – si la memoria no me traiciona – a los que en el siglo pasado se inauguraron en la entonces principal entrada a la ciudad, Pablo Ríos y ruta 5 –y al destruido “Gardelazo” de Batoví, obra de Aroxta.

La ciudad vuelve cada año, a veces en Junio , cuando murió, a veces en diciembre, cuando nació, en forma casi aluvional a recordar, revivir y con ello resignificar el mito gardeliano y su ídolo, o mejor: nuestro ídolo.

Más allá de la controversia, base fundante de todo mito y condición indispensable de todo ídolo, Carlos Gardel vuelve al menos dos veces al año a aparecer en nuestra conciencia. Gardel era el apellido con el cual se dio a conocer como cantor, aunque no se conoce con veracidad su apellido. Sin embargo, de tanto ver su sonrisa perfecta bajo su gacho, muchas generaciones nos acostumbramos a creer que esa cara no puede ser de alguien que no se llame Gardel.

Algo similar ocurre con Esteban, el ahogado que unos niños encontraron mientras jugaban en una playa del Caribe, según el cuento “El ahogado más hermoso del mundo” del colombiano Gabriel García Márquez. En el pueblo nadie sabía su nombre pero tampoco importaba: Luego del proceso de enamoramiento del cadáver tras limpiarlo de los estragos del mar, la más vieja de las mujeres de aquel pueblo “que por ser la más vieja había contemplado al muerto con menos pasión que compasión” afirma categóricamente: – Tiene cara de llamarse Esteban”.

Eso ocurre durante la noche, mientras las mujeres velan a Esteban y los hombres han ido por los otros pueblos (¿Buenos Aires? ¿Toulouse?) a corroborar si en alguno de ellos falta un hombre, para volver al amanecer con la comprobación casi matemática de que todos estaban completos y por lo tanto Esteban (¿Gardel?) era uno de ellos.

-¡Bendito sea Dios – suspiraron: – Es nuestro!

Después viene la construcción del mito de Esteban, y con él la de su árbol genealógico: Le adjudicaron un padre y una madre (que no eran Carlos Escayola ni Lelia Oliva, por cierto), todos acabaron siendo sus parientes (y acá no estaba Irineo Leguisamo, seguramente), y por eso todos parientes entre sí. La aparición de Esteban obra el milagro de hermanar a los habitantes del pueblo y éste se convierte en una gran familia. La pequeña aldea de pescadores enclavada en los acantilados de la costa caribeña, aburrida población donde nunca sucedía nada que fuera de contar, tenía ahora merced al destino, un ídolo que lo aglutinaba, antropológica necesidad de toda sociedad. Hay un antes y un después en la historia del pueblo con la aparición de aquel hombre muerto que nadie sabía dónde había nacido ni cómo se llamaba aunque tampoco importara. El pueblo había resuelto adoptarlo como suyo. Adoptarlo y adorarlo.

¿Y por casa cómo andamos? Todos los meses de Junio, luego de la efeméride a que obliga el recuerdo de la muerte de Carlos Gardel, también nosotros lo soltamos “sin anclas, para que volviera si quería y cuantas veces quisiera”, tal vez en diciembre, tal vez el próximo 24 de junio. Pero nos encargamos de cuidar que nuestra ciudad – pueblo evidencie ante todos los que pasan que éste, y no otro, es el pueblo de Gardel.

Es que los pueblos necesitan construir mitos para construirse a sí mismos. Mitos que deben ser discutidos permanentemente, pues si algún día dejara de tener razón de ser la controversia, también dejaría de tenerla el mito, y si ello sucediera ya no sería necesario.

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